Encarcelado en una hermosa y antigua casa (la mansión de sus sueños bohemios) el protagonista se debate entre la locura, la violencia, un deseo compulsivo por el suicidio, y el humor cínico que lo lleva por dos andariveles contradictorios: de un lado va la autocrítica impiadosa y por momentos humorística, hasta casi rozar lo tragicómico; por el otro, la autocompasión que justifica cada error cometido, con sus hijos, con sus ex mujeres y amigos…
Un pasado repleto de conflictos lo lleva a cambiar de vida y se muda de Buenos Aires a Montevideo, tras una propuesta de trabajo dudosa, que al no concretarse lo pone en apremios imposibles de sortear.
La historia se desarrolla en dos tiempos diferentes: el presente donde su hija le pide escribir una novela en sociedad, y con todos los miedos, conflictos e inseguridades del escritor frustrado encara la tarea de guiar, de algún modo, en los primeros pasos hacia el afán literario de esa muchacha tan parecida a él.
Entre capítulos vuelve irremediablemente a ese pasado donde la mansión soñada era su cárcel, un ataúd gigantesco en el que decide evadirse de la realidad, primero con el intento de suicidio, luego adoptando la decisión de dejar de comer, de bañarse, y entra en estado de trance para volar de allí “transformado en otra cosa”
“Del otro lado del río” es una mirada irónica hacia la estupidez humana, una burla que hace de la nostalgia algo patético y risible, es un blues cantado por un cuarentón borracho al que le van pesando los años pero no se decide a renunciar “al muchacho rockero de pelo largo”
Es un corte de manga hacia los dogmas religiosos, una gambeta a la hipocresía…
FRAGMENTO
…los días siguientes me hundí en un letargo tortuguil y casi me convencí de haber encontrado la puerta mágica que conducía hacia la utopía realizable. Agotados mis ahorros, con una deuda en el alquiler de la casa, con el aviso del corte del servicio eléctrico, y sin trabajo, me tiré a esperar a que “el universo” trajera las soluciones servidas en una bandeja pintada con los siete colores del rayo del poder. Comenzaba a sentir la mutación. Las pulsaciones del zombi crecían sin prisa y con entusiasmo por las arterias en su marcha conquistadora, milímetro a milímetro. En esos días de paz me enamoré de Pedro el Escamoso, de Juana la Virgen, de Kachorra y su títere de media con voz de pito. En mis largas siestas viajé por un lugar místico, volando sobre un islote lleno de edificios de cristal, y la gente asomaba sus sonrisas por las ventanas sin rejas en saludo cordial. Algunas de esas cabezas lucían turbantes color violeta combinado con blanco, y vestiduras bordadas de hilos dorados. Aunque nunca pude aterrizar allí, me sentía miembro de aquella comunidad con dientes perfectos y ojos sabios. Bien. Mientras tanto aprendí desapasionadamente que el oscurantismo era una buena receta para subyugar a la masa, que no era preciso enojarse como yo con mi vecinita pajarona para agredir sin piedad. Quitándole amablemente las zapatillas a los niños para ir colegio, destruyendo la dignidad del trabajador a fuerza de despojarlo de sus pocas hilachas de vergüenza, negándole al periodismo que informara sobre los ladrones trajeados, amedrentándolos a pura censura, falseando con calidad los índices de pobreza, al fin uno era feliz bogando en la ignorancia, pues el palo caía pero uno no veía desde qué lugar. Y sabido es que ojos que no ven... Si uno se transformaba en zombi, adquiría el poder supremo de vivir de las energías cósmicas, durante la vigilia, en el paraíso de las moscas y las letrinas. La idea era fantástica y otorgaba una gran paz espiritual, lo que también a uno lo convertía en fanático practicante del mangueo, el deporte nacional por excelencia. Pensé que durante el período de mutación no debía mirarme en el espejo, ni comer ni bañarme, y sí masturbarme sin parar, pues en el tránsito que de gusano me convertiría en mariposa, tal vez mi cuerpo fuera una cosa amorfa y viscosa. Ver mi imagen quizá quitara atractivo al proceso o cortara la concentración de esa etapa de ceguera-contemplativa. Luego podría salir de allí volando, haciendo cabriolas en el aire, rebotando, rodando, reptando, ¿qué importaba? ¿Por qué entonces había querido suicidarme si todo era tan sencillo?
Pero alguien vino a quebrantar mi dicha.
Un pasado repleto de conflictos lo lleva a cambiar de vida y se muda de Buenos Aires a Montevideo, tras una propuesta de trabajo dudosa, que al no concretarse lo pone en apremios imposibles de sortear.
La historia se desarrolla en dos tiempos diferentes: el presente donde su hija le pide escribir una novela en sociedad, y con todos los miedos, conflictos e inseguridades del escritor frustrado encara la tarea de guiar, de algún modo, en los primeros pasos hacia el afán literario de esa muchacha tan parecida a él.
Entre capítulos vuelve irremediablemente a ese pasado donde la mansión soñada era su cárcel, un ataúd gigantesco en el que decide evadirse de la realidad, primero con el intento de suicidio, luego adoptando la decisión de dejar de comer, de bañarse, y entra en estado de trance para volar de allí “transformado en otra cosa”
“Del otro lado del río” es una mirada irónica hacia la estupidez humana, una burla que hace de la nostalgia algo patético y risible, es un blues cantado por un cuarentón borracho al que le van pesando los años pero no se decide a renunciar “al muchacho rockero de pelo largo”
Es un corte de manga hacia los dogmas religiosos, una gambeta a la hipocresía…
FRAGMENTO
…los días siguientes me hundí en un letargo tortuguil y casi me convencí de haber encontrado la puerta mágica que conducía hacia la utopía realizable. Agotados mis ahorros, con una deuda en el alquiler de la casa, con el aviso del corte del servicio eléctrico, y sin trabajo, me tiré a esperar a que “el universo” trajera las soluciones servidas en una bandeja pintada con los siete colores del rayo del poder. Comenzaba a sentir la mutación. Las pulsaciones del zombi crecían sin prisa y con entusiasmo por las arterias en su marcha conquistadora, milímetro a milímetro. En esos días de paz me enamoré de Pedro el Escamoso, de Juana la Virgen, de Kachorra y su títere de media con voz de pito. En mis largas siestas viajé por un lugar místico, volando sobre un islote lleno de edificios de cristal, y la gente asomaba sus sonrisas por las ventanas sin rejas en saludo cordial. Algunas de esas cabezas lucían turbantes color violeta combinado con blanco, y vestiduras bordadas de hilos dorados. Aunque nunca pude aterrizar allí, me sentía miembro de aquella comunidad con dientes perfectos y ojos sabios. Bien. Mientras tanto aprendí desapasionadamente que el oscurantismo era una buena receta para subyugar a la masa, que no era preciso enojarse como yo con mi vecinita pajarona para agredir sin piedad. Quitándole amablemente las zapatillas a los niños para ir colegio, destruyendo la dignidad del trabajador a fuerza de despojarlo de sus pocas hilachas de vergüenza, negándole al periodismo que informara sobre los ladrones trajeados, amedrentándolos a pura censura, falseando con calidad los índices de pobreza, al fin uno era feliz bogando en la ignorancia, pues el palo caía pero uno no veía desde qué lugar. Y sabido es que ojos que no ven... Si uno se transformaba en zombi, adquiría el poder supremo de vivir de las energías cósmicas, durante la vigilia, en el paraíso de las moscas y las letrinas. La idea era fantástica y otorgaba una gran paz espiritual, lo que también a uno lo convertía en fanático practicante del mangueo, el deporte nacional por excelencia. Pensé que durante el período de mutación no debía mirarme en el espejo, ni comer ni bañarme, y sí masturbarme sin parar, pues en el tránsito que de gusano me convertiría en mariposa, tal vez mi cuerpo fuera una cosa amorfa y viscosa. Ver mi imagen quizá quitara atractivo al proceso o cortara la concentración de esa etapa de ceguera-contemplativa. Luego podría salir de allí volando, haciendo cabriolas en el aire, rebotando, rodando, reptando, ¿qué importaba? ¿Por qué entonces había querido suicidarme si todo era tan sencillo?
Pero alguien vino a quebrantar mi dicha.
PRESENTACÍÓN DE LAS NOVELAS EN LA SOCIEDAD DE ESCRITORES DE ARGENTINA
DICIEMBRE DE 2008
SEA (Sociedad de Escritoras y Escritores de la Argentina)
En la presentaciòn participaron mis amigos Lilian Tamara Otamendi, quien se encargò de comentar la novela LA PASIÓN DE MAE ADISA, y Mario Caparra que hizo lo propio con la novela ANY.
En una noche llena de arte, otros amigos se sumaron para amenizar el evento con musica exclusivamente latimomericana. Johana Munich cantando, Emanuel Munich y Ricardo Munich en voces e instrumentos varios, Fernando en guitarra, el gran percusionista colombiano Andrès Tangarife, David Perez en percusiòn y coros, y otros amigos que colaboraron en la propuesta.
La Pasión de Mae Adisa; Novela
.
Ella pasó como una sombra que de pronto cubrió el sol, sólo por unos segundos. Y fue el soplo que descorrió el telón de una tormenta, la brisa que dobla los tallos del tiempo, y se asoma entre los árboles de un bosque, de una calle, por el hueco de una ventana y vigila por un rato el sueño de sus hijos, les susurra su magia tratando de encaminarlos en el tránsito por esta vida, que es sólo un paso más en la elevación. Y ella es el bosque y es la calle, el viento mismo rugiendo su sinfonía verde, mimetizado el brazo con la espada que arranca el rayo, que lo recrea y lo reparte. Sonríe mientras anda orientada por su intuición, y en el vuelo va dejando partes de su vestido colgado en el borde de las nubes que se tiñen de rosa, de violetas, algunas de negro, para anunciar nuevos temporales. En su periplo siente manos y brazos que se estiran hacia ella, voces que la invocan o la idolatran, otras voces que la olvidan o la maldicen o la equivocan. El murmullo colmenar se eleva o cae desde muchas partes, y ella puede escuchar todo, y todo converge en el uno, en su corazón, en su aliento, en la punta de la espada que se adueña de las furias del cielo.
Distraída en sus pensamientos y en sus vuelos fue atraída por una voz dulce y distinta que pronunciaba el nombre sagrado: ¡Oyá! ¡Oyá!Oxum estaba lavando su cabello en la orilla del río, y cantaba recordando una de sus travesuras. Su padre le había hecho un encargo para atraer al Ogún de nuevo al pueblo y ella, para hacerlo bajar del árbol donde se había encaramado, bailó desnuda en el arroyo. Al levantar la vista vio la estela roja del vestido de Oyá. Su rostro ¿meditabundo? ¿preocupado? ¿abstraído? tenía una belleza abrumadora y fuerte, como tallado a golpes pacientes con el hacha de Xangó. Y entonces le pidió a varios pájaros que pronunciaran el nombre del Orishá para llamar su atención, voces que unidas se hicieron una y cristalina reverberando en el cielo. ¡Oyá…! ¡Oyá…!La patrona del viento y el rayo vio como cada gota de agua que caía del cabello de Oxum se transformaba en planta o flor, en grano de polen que fertiliza el útero eterno de la madre tierra, en pistilo que asoma su cabeza para robarle vida al sol. La vio bella y seductora mientras su rostro se reflejaba en el río, y las piedras danzaban alrededor y mutaban sus colores para formar espejos que enmarcaran la magia de sus rasgos.Oyá decidió entonces descansar y ponerse al día con los chismes de Orún, el cielo, donde moran las familias de Orishá. Oxum hizo crecer las hojas de un labelo mimético con forma de avispa, hasta asemejarse a una sombrilla que cobijara el descanso de Oyá.Y le contó las novedades.Xangó ya se estaba pareciendo al viejo Zeus, por lo bandido y mujeriego. Un par de días atrás, se había olvidado de su hacha entre unos pastizales por andar revolcándose con una mortal. Ese día también había visto pasar al Ogún, en una carrera alocada y furiosa sacudiendo la espada. Seguramente andaba enojado y algunas cabezas rodarían, la sangre iba a cubrir parte del cielo y de la tierra. A Obatalá, lo encontró abatido y triste, envuelto su rostro por nubes tormentosas. Sus hijos mortales se comportaban peor que las bestias y parecían no tener remedio. Oyá sintió celos, pero se cuidó de demostrarlo. ¿Acaso ella no era la mejor y más bella amante de Xangó, su compañera eterna?Y así Oxum peroraba mientras se miraba en los distintos espejos del río, hasta que Oyá le contó sobre su intuición. No estaba allí por casualidad. Algo poderoso la había guiado, tal vez unas oraciones, o unas ofrendas destacadas… Pero quizá no. Oyá presentía que era otra cosa.“Es la madre de una de mis hijas predilectas” dijo Oxum. “Ella te necesita” “El río me trajo en su cauce el rumor de los ruegos, unas lágrimas de desconsuelo que se transformaron en diamantes, y eso confirma que su llanto es sincero. No pudo ofrendar porque no posee casi nada…”Y Oyá, ya enterada del pedido de su hija, partió luego sabiendo cuál era su tarea…
Comentario
Se cree que el culto de Ifa tiene al menos siete mil años de antigüedad. Su filosofía, su cosmogonía, la mezcla de ciencia y magia, hacen de esta religión algo sumamente atractivo para todo aquél que intenta sin prejuicios profundizar y conocer sus secretos.
Sabido es que todas las religiones africanistas, heredadas de los esclavos negros traídos a América, han sufrido distorsiones y modificaciones a lo largo de la historia, y de acuerdo a cada país, se cultúa de diferentes modos a sus Dioses, detalle también que, con el devenir del tiempo y aún en la actualidad, se ha prestado para la farsa, el engaño, y el mal manejo por parte de muchos de sus “sacerdotes”.
La Pasión de Mâe Adisa trata sobre una Sacerdote de Ifá que intenta conservar intactos los valores más antiguos y profundos del culto, para así poder transmitirlo en su mayor pureza a todos sus hijos religiosos.
Encajado en una historia de ficción donde las miserias humanas y los instintos más bajos de algunos personajes se entremezclan con la búsqueda espiritual de otros, el culto a Ifá nos muestra a sus Òrìşà ( las fuerzas de la naturaleza transformadas en dioses) interactuando con los personajes, influenciando en sus decisiones, mostrando de algún modo también “su lado humano”.
Resulta, por otra parte, sumamente atractivo el Génesis Yoruba, (que se describe entre capítulo y capítulo) su mitología, la creación del mundo, y posteriormente la creación del hombre.
La Yalorisa (sacerdotisa) Cristiana Monserrat do Santos, adopta desde su juventud su nombre religioso Adisá, que en idioma Yoruba significa “alguien que nos enseña”; también bautiza a su única hija de sangre con el nombre de Nandy (la gran elefanta negra) y entre las dos intentarán resolver una encrucijada moral y ética a la que las circunstancias las somete. El amor, la violencia explícita, la fe, todo se mezcla en este trozo de vida que intenta dejar un mensaje de búsqueda honesta y, por qué no decirlo, de autocrítica donde no se esconden los desaciertos y miserias de los cultos africanos.
La Pasión de Mâe Adisa es, además, un intento de mostrar la parte pura de uno de los cultos para mí más interesantes que me haya tocado conocer, y que sorprende por su filosofía de vida, por su mitología y colorido…
Sabido es que todas las religiones africanistas, heredadas de los esclavos negros traídos a América, han sufrido distorsiones y modificaciones a lo largo de la historia, y de acuerdo a cada país, se cultúa de diferentes modos a sus Dioses, detalle también que, con el devenir del tiempo y aún en la actualidad, se ha prestado para la farsa, el engaño, y el mal manejo por parte de muchos de sus “sacerdotes”.
La Pasión de Mâe Adisa trata sobre una Sacerdote de Ifá que intenta conservar intactos los valores más antiguos y profundos del culto, para así poder transmitirlo en su mayor pureza a todos sus hijos religiosos.
Encajado en una historia de ficción donde las miserias humanas y los instintos más bajos de algunos personajes se entremezclan con la búsqueda espiritual de otros, el culto a Ifá nos muestra a sus Òrìşà ( las fuerzas de la naturaleza transformadas en dioses) interactuando con los personajes, influenciando en sus decisiones, mostrando de algún modo también “su lado humano”.
Resulta, por otra parte, sumamente atractivo el Génesis Yoruba, (que se describe entre capítulo y capítulo) su mitología, la creación del mundo, y posteriormente la creación del hombre.
La Yalorisa (sacerdotisa) Cristiana Monserrat do Santos, adopta desde su juventud su nombre religioso Adisá, que en idioma Yoruba significa “alguien que nos enseña”; también bautiza a su única hija de sangre con el nombre de Nandy (la gran elefanta negra) y entre las dos intentarán resolver una encrucijada moral y ética a la que las circunstancias las somete. El amor, la violencia explícita, la fe, todo se mezcla en este trozo de vida que intenta dejar un mensaje de búsqueda honesta y, por qué no decirlo, de autocrítica donde no se esconden los desaciertos y miserias de los cultos africanos.
La Pasión de Mâe Adisa es, además, un intento de mostrar la parte pura de uno de los cultos para mí más interesantes que me haya tocado conocer, y que sorprende por su filosofía de vida, por su mitología y colorido…
CRONICAS DE QUIDQUID (Novela de próxima ediciòn)
En un inclasificable país de Latinoamérica llamado Quidquid, (que en latín significa “cualquier cosa”) hay cierto revuelo y malestar. En la capital, Pravis; los investigadores privados de la D.I.S.E, Sosa y Morales reciben en su oficina un comunicado en clave enviado por un soplón de baja estofa: “la vida del actual presidente de la nación está en peligro: hay rumores ciertos de un atentado”. Se sospecha, principalmente, de un grupo terrorista apodado “Supositorio para la Liberación Nacional” quienes también se hacen llamar “los siete para el atentado”
Otras sospechas recaen sobre el ex presidente de Quidquid, quien luego de perder la última elección general, se ha exiliado en el país vecino Kaín. Ya decrepito y enfermo de mitomanía, el ex monarca elucubra su vuelta al poder, y para ello cuenta con la colaboración de su mayordomo, un ex catedrático de la universidad de derecho Praviana, ex periodista además, quién será el encargado de viajar a Quidquid de incógnito y así reclutar a la gente idónea para derrocar al gobierno actual.
Disfrazado de hippie, (pues como periodista es un hombre reconocido en todo el país) Mariano Gandolfo recorre Pravis en busca de sus hombres. Se suceden así una serie de encuentros insólitos, donde la improvisación y la chapucería son la marca definitoria de su cometido.
Mientras tanto, el ex monarca aguarda las novedades de su hombre clave, casi siempre sentado en el trono, símil sillón presidencial, observando videos de su joven esposa, pues en contadísimas ocasiones puede verla personalmente y sólo por unos pocos minutos. Por esos días también recibe la noticia de que ella va a concebir nuevamente un hijo suyo…
Y surge en su interior la pregunta fatal: ¿Cómo pudo haber sucedido si ellos nunca…?
Otras sospechas recaen sobre el ex presidente de Quidquid, quien luego de perder la última elección general, se ha exiliado en el país vecino Kaín. Ya decrepito y enfermo de mitomanía, el ex monarca elucubra su vuelta al poder, y para ello cuenta con la colaboración de su mayordomo, un ex catedrático de la universidad de derecho Praviana, ex periodista además, quién será el encargado de viajar a Quidquid de incógnito y así reclutar a la gente idónea para derrocar al gobierno actual.
Disfrazado de hippie, (pues como periodista es un hombre reconocido en todo el país) Mariano Gandolfo recorre Pravis en busca de sus hombres. Se suceden así una serie de encuentros insólitos, donde la improvisación y la chapucería son la marca definitoria de su cometido.
Mientras tanto, el ex monarca aguarda las novedades de su hombre clave, casi siempre sentado en el trono, símil sillón presidencial, observando videos de su joven esposa, pues en contadísimas ocasiones puede verla personalmente y sólo por unos pocos minutos. Por esos días también recibe la noticia de que ella va a concebir nuevamente un hijo suyo…
Y surge en su interior la pregunta fatal: ¿Cómo pudo haber sucedido si ellos nunca…?
.
Fragmento:
.
En su alcoba, Alicec Barlocco de Memez estaba terminado de vestirse cuando recibió un llamado por teléfono. El corazón comenzó a palpitarle al escuchar la voz de su entrenador personal. A pesar de sus desprecios periódicos, amaba y deseaba a ese patán que no sólo se encargaba de mantener su dieta alimenticia y su figura en buenas condiciones, sino también de hacerla sentir llena de vitalidad sexual. Pero no escuchó las palabras de reconciliación que esperaba, ni disculpas, ni los acostumbrados chistes criollos, (propios de los Quidquidinos) ni los trocitos de poema del Bacalao, (Pablo Neruda) (Sugerencia: leer Diatribas Antinerudianas) que fueron los detalles que la conquistaron desde el momento en que se conocieran. No. El tipo le anunció que se quedaría a vivir unos meses en Italia, e iba a contraer matrimonio en quince días con una de las modelos preferidas de Alberto Morgano. Ella, por supuesto, estaba invitada a la fiesta de boda junto con su esposo, el ex presidente de Quidquid, y le dijo que esperaba contar con la presencia ilustre de ambos.
Alicec sufrió un pequeño y sonoro ataque de histeria, (parecido a los que padecen las protagonistas de las telenovelas venezolanas) hizo trizas el teléfono contra el piso, lanzó unos alaridos de Cricetomis gambianus herida de muerte, (recurrir al diccionario, por favor) despidió por sus ojos unas cuántas lágrimas, (algo así como tres decenas) pataleó y se revolcó sobre la cama, (iba a arañarse el rostro pero desistió) maldijo en idioma de cabaret de los barrios bajos, (aunque dudó unos segundos si aplicaba en su punto justo los sustantivos y adjetivos) y juró vengarse también de él. ¿Acaso todos iban a usarla y luego arrojarla al sumidero como si fuera carne podrida? Ya le había ocurrido con el escritor brasileño, y no era justo que nuevamente esos cerdos machistas se aprovecharan de ella como si fuera una prostituta sin sentimientos.
Padeció otro cataclismo intestinal cuando recordó la ocasión para la que se estaba vistiendo, y quiso desistir, mandar al diablo todo, subir a un avión y viajar hacia el fin del mundo, lejos de los viejos recalcitrantes, lejos de esos monigotes genuflexos que estaban atentos a sus mínimos caprichos. Pero debía conservar las formalidades. No quería que la servidumbre anduviera luego de chismes por allí, contando a las revistas los entretelones, buenos o malos, de su vida en común con Raúl Memez. Después de todo, ella era la ex futura primera dama, tal vez, ¿por que no? futura princesa de algún país del cuarto mundo, y debía comportarse de acuerdo a su rango social y público. Quizá, todavía quedaran esperanzas de no ser una ex futura primera dama. No le tenía demasiada fe al anciano, pero...
Sobre el césped del jardín la mesa ya estaba preparada, y los sirvientes aguardaban como soldaditos aplicados disfrazados de ángeles con sus uniformes blanquísimos, enguantadas las manos, prefabricados y ensayados hasta el cansancio los gestos de admirada sumisión y respeto místico.
Sentado a una de las cabeceras de la mesa, Raúl Memez calentaba su calva bajo el pálido sol, y también esperaba. Rememoró la ceremonia (mal llamada “rito del sapo”) que esa mañana había realizado en el sótano, y que era el más efectivo para lograr el amor de la persona deseada. Había que contar con un sapo adulto, y Raúl recordaba bien a ese batracio maldito, las dificultades a las que se hubo enfrentado para hacerlo orinar sobre un trapo cuadrado. Cuando por fin lo logró, puso sobre el paño una prenda íntima de Alicec, cuidando que estuviera bien en el centro, luego unió con un hilo de seda las dos cosas, y en medio del recinto les prendió fuego, nombrando a su amada siete veces y alabando sus atributos sexuales.
Para completar, antes de terminar de vestirse para el almuerzo, untó su nuca, las manos, las coyunturas y detrás de las rodillas, con una mezcla de aceites de chuparrosa y patchuli, mientras pensaba en el nombre de su amada.
PEQUEÑO APÉNDICE NECESARIO
(Aquí ruego se me perdone la momentánea interrupción y esa insistencia en cuestiones brujeriles, pero como cronista serio, mi deber es documentar cada detalle con total honestidad.
Raúl Memez conocía, además del descrito arriba, una serie de conjuros muy interesantes para lograr las atenciones de las damas deseadas, aunque al parecer le daban escasos resultados con su esposa. Estaba el hechizo llamado “de las uñas”, donde se debía obtener trocitos de uña de la persona amada, envolverlas en un trapo mojado con agua de rosas, y en un día viernes a medianoche enterrarlas al pie de un nogal, en un pozo de cincuenta centímetros de profundidad.
Otra ceremonia que se realizaba el viernes a las doce de la noche, era la de “la pata de gallina”. Esta consistía en atar con las hebras de un yuyo, precisamente de nombre pata de gallina, las prendas íntimas del hechizador y la futura hechizada. Luego se echaba humo de tabaco y aliento de alcohol sobre el paquete y se encendía una vela rosa acompañada con las palabras mágicas respectivas.
(Una más, pues me he entusiasmado)
Para el “hechizo de las plumas de ave”, había que violar un nido donde viviera una pareja, (macho y hembra, se entiende) y hurtar algunas plumas de ambos. Luego éstas se envuelven en una prenda íntima de la futura enamorada y se guardan dentro de un tarro con miel de abeja reina.
(Gracias por la paciencia)
El monarca miró su reloj.
Y después volvió a mirarlo.
Y al rato fingió ajustar la malla de oro (obviamente para mirar la hora nuevamente, al disimulo) pues los sirvientes lo estaban mirando a él y quizá se daban cuenta de su ansiedad.
Alicec llevaba tres horas de retraso, y pensó que acicalarse para ocasiones tan especiales requería de cierto esmero, y el esmero requería de cierto tiempo, aunque la belleza hiciera trizas a los relojes, como en el caso de su esposa, pues ella seguía siendo una niña enfurruñada a la que se le podía perdonar casi todo, inclusive que llegara a almorzar a la hora de la merienda. La marcha Memezista sonaba de fondo, (Raúl manifestaba que esa música era buena para la digestión y las glándulas suprarrenales) los acordes hacían temblar las hojas de los arbustos, alborotaba a los perros del vecino, (a juzgar por los ladridos frenéticos que llegaban desde el otro lado del muro) a los teros que no se acostumbraban a semejante estruendo y saltaban como locos, y a la gata siamés de Alicec. (que era tan perseverante como su ama en algunas cuestiones, pues andaba siempre al acecho del gran bocado con alas cortadas) Elsa, la mucama, mantenía a raya con la mirada y gestos mínimos a la corte de sirvientes cuando mostraban impaciencia o repulsa.
Para matar la ansiedad el ex presidente tarareaba su marcha y se apretaba la mano tembleque con disimulo, o miraba a los empleados con sonrisa llena de bondad y dientes perfectos. Dentro de poco tiempo otro pequeño rey andaría gateando por el jardín, luego correteando junto a Maximiliano, y más luego, instruyéndose, con su guía, en las cuestiones de política de estado. ¡No! Su mente corrigió: que los niños se criaran en este lugar, símil de palacio, significaba que él no estaría reinando en su tierra. Enfocó la imagen de las criaturas correteando por la Quinta Presidencial, nadando en la enorme pileta, estudiando bajo los árboles, cobijados por su mirada sabia. (ahora sí quedó conforme )
Hasta que, por fin, Alicec hizo su aparición, tranco sensual, cruzando las piernas largas una delante de la otra en cada paso, como si anduviera por la pasarela. Se la veía espléndida dentro de su vestido de chifón negro con escote atrevido, (el ojo avizor de Raúl Memez se percató de que no llevaba corpiño) e hizo un gesto de complacencia dirigido al grupo de sirvientes que inclinaron la cabeza con respeto. Ella se acercó al supremo, (quién sonrió como sólo pueden hacerlo los dioses, e infló el pecho sin que el saco y la camisa se dieran cuenta) y le dio un beso suave en la mejilla. Cuando su cara se separó unos milímetros de la de él, murmuró en su oído:
—¿Qué mierda quieres de mí, imbécil?
Alicec sufrió un pequeño y sonoro ataque de histeria, (parecido a los que padecen las protagonistas de las telenovelas venezolanas) hizo trizas el teléfono contra el piso, lanzó unos alaridos de Cricetomis gambianus herida de muerte, (recurrir al diccionario, por favor) despidió por sus ojos unas cuántas lágrimas, (algo así como tres decenas) pataleó y se revolcó sobre la cama, (iba a arañarse el rostro pero desistió) maldijo en idioma de cabaret de los barrios bajos, (aunque dudó unos segundos si aplicaba en su punto justo los sustantivos y adjetivos) y juró vengarse también de él. ¿Acaso todos iban a usarla y luego arrojarla al sumidero como si fuera carne podrida? Ya le había ocurrido con el escritor brasileño, y no era justo que nuevamente esos cerdos machistas se aprovecharan de ella como si fuera una prostituta sin sentimientos.
Padeció otro cataclismo intestinal cuando recordó la ocasión para la que se estaba vistiendo, y quiso desistir, mandar al diablo todo, subir a un avión y viajar hacia el fin del mundo, lejos de los viejos recalcitrantes, lejos de esos monigotes genuflexos que estaban atentos a sus mínimos caprichos. Pero debía conservar las formalidades. No quería que la servidumbre anduviera luego de chismes por allí, contando a las revistas los entretelones, buenos o malos, de su vida en común con Raúl Memez. Después de todo, ella era la ex futura primera dama, tal vez, ¿por que no? futura princesa de algún país del cuarto mundo, y debía comportarse de acuerdo a su rango social y público. Quizá, todavía quedaran esperanzas de no ser una ex futura primera dama. No le tenía demasiada fe al anciano, pero...
Sobre el césped del jardín la mesa ya estaba preparada, y los sirvientes aguardaban como soldaditos aplicados disfrazados de ángeles con sus uniformes blanquísimos, enguantadas las manos, prefabricados y ensayados hasta el cansancio los gestos de admirada sumisión y respeto místico.
Sentado a una de las cabeceras de la mesa, Raúl Memez calentaba su calva bajo el pálido sol, y también esperaba. Rememoró la ceremonia (mal llamada “rito del sapo”) que esa mañana había realizado en el sótano, y que era el más efectivo para lograr el amor de la persona deseada. Había que contar con un sapo adulto, y Raúl recordaba bien a ese batracio maldito, las dificultades a las que se hubo enfrentado para hacerlo orinar sobre un trapo cuadrado. Cuando por fin lo logró, puso sobre el paño una prenda íntima de Alicec, cuidando que estuviera bien en el centro, luego unió con un hilo de seda las dos cosas, y en medio del recinto les prendió fuego, nombrando a su amada siete veces y alabando sus atributos sexuales.
Para completar, antes de terminar de vestirse para el almuerzo, untó su nuca, las manos, las coyunturas y detrás de las rodillas, con una mezcla de aceites de chuparrosa y patchuli, mientras pensaba en el nombre de su amada.
PEQUEÑO APÉNDICE NECESARIO
(Aquí ruego se me perdone la momentánea interrupción y esa insistencia en cuestiones brujeriles, pero como cronista serio, mi deber es documentar cada detalle con total honestidad.
Raúl Memez conocía, además del descrito arriba, una serie de conjuros muy interesantes para lograr las atenciones de las damas deseadas, aunque al parecer le daban escasos resultados con su esposa. Estaba el hechizo llamado “de las uñas”, donde se debía obtener trocitos de uña de la persona amada, envolverlas en un trapo mojado con agua de rosas, y en un día viernes a medianoche enterrarlas al pie de un nogal, en un pozo de cincuenta centímetros de profundidad.
Otra ceremonia que se realizaba el viernes a las doce de la noche, era la de “la pata de gallina”. Esta consistía en atar con las hebras de un yuyo, precisamente de nombre pata de gallina, las prendas íntimas del hechizador y la futura hechizada. Luego se echaba humo de tabaco y aliento de alcohol sobre el paquete y se encendía una vela rosa acompañada con las palabras mágicas respectivas.
(Una más, pues me he entusiasmado)
Para el “hechizo de las plumas de ave”, había que violar un nido donde viviera una pareja, (macho y hembra, se entiende) y hurtar algunas plumas de ambos. Luego éstas se envuelven en una prenda íntima de la futura enamorada y se guardan dentro de un tarro con miel de abeja reina.
(Gracias por la paciencia)
El monarca miró su reloj.
Y después volvió a mirarlo.
Y al rato fingió ajustar la malla de oro (obviamente para mirar la hora nuevamente, al disimulo) pues los sirvientes lo estaban mirando a él y quizá se daban cuenta de su ansiedad.
Alicec llevaba tres horas de retraso, y pensó que acicalarse para ocasiones tan especiales requería de cierto esmero, y el esmero requería de cierto tiempo, aunque la belleza hiciera trizas a los relojes, como en el caso de su esposa, pues ella seguía siendo una niña enfurruñada a la que se le podía perdonar casi todo, inclusive que llegara a almorzar a la hora de la merienda. La marcha Memezista sonaba de fondo, (Raúl manifestaba que esa música era buena para la digestión y las glándulas suprarrenales) los acordes hacían temblar las hojas de los arbustos, alborotaba a los perros del vecino, (a juzgar por los ladridos frenéticos que llegaban desde el otro lado del muro) a los teros que no se acostumbraban a semejante estruendo y saltaban como locos, y a la gata siamés de Alicec. (que era tan perseverante como su ama en algunas cuestiones, pues andaba siempre al acecho del gran bocado con alas cortadas) Elsa, la mucama, mantenía a raya con la mirada y gestos mínimos a la corte de sirvientes cuando mostraban impaciencia o repulsa.
Para matar la ansiedad el ex presidente tarareaba su marcha y se apretaba la mano tembleque con disimulo, o miraba a los empleados con sonrisa llena de bondad y dientes perfectos. Dentro de poco tiempo otro pequeño rey andaría gateando por el jardín, luego correteando junto a Maximiliano, y más luego, instruyéndose, con su guía, en las cuestiones de política de estado. ¡No! Su mente corrigió: que los niños se criaran en este lugar, símil de palacio, significaba que él no estaría reinando en su tierra. Enfocó la imagen de las criaturas correteando por la Quinta Presidencial, nadando en la enorme pileta, estudiando bajo los árboles, cobijados por su mirada sabia. (ahora sí quedó conforme )
Hasta que, por fin, Alicec hizo su aparición, tranco sensual, cruzando las piernas largas una delante de la otra en cada paso, como si anduviera por la pasarela. Se la veía espléndida dentro de su vestido de chifón negro con escote atrevido, (el ojo avizor de Raúl Memez se percató de que no llevaba corpiño) e hizo un gesto de complacencia dirigido al grupo de sirvientes que inclinaron la cabeza con respeto. Ella se acercó al supremo, (quién sonrió como sólo pueden hacerlo los dioses, e infló el pecho sin que el saco y la camisa se dieran cuenta) y le dio un beso suave en la mejilla. Cuando su cara se separó unos milímetros de la de él, murmuró en su oído:
—¿Qué mierda quieres de mí, imbécil?
.
.
Carlos Vico Lacosta
.
.
Any : Novela
Ella decide encerrarse en una burbuja de misterio, donde el pasado no existe o le ha puesto un velo de rotunda negación. Any es nada más que Any, sin otro nombre ni apellido, una adolescente con alma antigua, con una rara cultura y sabiduría que se traduce en actos simples y prácticos. Hasta allí es todo lo que ella puede dar cuando, flaca y carisucia aparece “de la nada” en un galpón abandonado que Lazlo ha heredado, lugar que él decide transformar en hogar y taller donde poder vivir y dedicarse a pleno a su pasión que es la pintura..
También desarraigado de familia de sangre, (en un accidente automovilístico mueren sus padres cuando es un bebé de pocos meses) Lazlo transita sus 30 años y recién allí decide romper el cordón con Nahir, su madre adoptiva. Y es en ese galpón gigantesco repleto de telarañas y algunos maniquíes descoloridos pero de algún modo “vivos” donde se produce el encuentro que el destino tenía preparado para ambos.
A los 15 años es cuando Any comienza a obsesionarse con su propia muerte..
También desarraigado de familia de sangre, (en un accidente automovilístico mueren sus padres cuando es un bebé de pocos meses) Lazlo transita sus 30 años y recién allí decide romper el cordón con Nahir, su madre adoptiva. Y es en ese galpón gigantesco repleto de telarañas y algunos maniquíes descoloridos pero de algún modo “vivos” donde se produce el encuentro que el destino tenía preparado para ambos.
A los 15 años es cuando Any comienza a obsesionarse con su propia muerte..
FRAGMENTO
… Doy vuelta la página y veo caras como de niños avejentados, una pegada a la otra, con gestos torturados, las bocas a punto del llanto o del grito aterrado, sus cabezas peladas, frentes abombadas y enormes, y en un estado previo a la putrefacción total. Luego hay un “paisaje interior” de vísceras y tripas rojas con cruces y figuritas negras recortadas, clavadas aquí y allá, paisaje mórbido y sangrante diluyéndose en un horizonte desigual. Más adelante, dos brazos sin cuerpo y sin cabeza atados al símbolo de la paz del que cuelga un recipiente para suero, con manchas de pintura roja chorreando hacia abajo: La paz desangrándose en terapia intensiva.
Cuando en otra página veo el bello rostro de LI con sus ojos inmensos drogados ya de vacío infinito, blanquecinos como cristales algo empañados y lechosos, rodeada de hierros oxidados, caños y mangueras que se introducen en su cuello cortado y en su cabeza, esqueletos y rostros monstruosos semi—escondidos en la oscuridad del fondo, no puedo dejar de pensar en la humillación de la muerte. Imagino a LI echando un vistazo a su propia cara de papel madera y acrílico aerografiado, mancillada por primera vez de este modo brutal, la piel sin luz vital transparentando venas azules, coronada de cuernos enormes, de cráneos lustrosos y entrelazados con serpientes. Imagino su pensamiento: ¿Así me verá el monstruo que por las noches dice amarme?
Luego LI se suicidó.
Y pensé que no era para menos.
¿El arte era para construir o destruir? Recordé el título de un libro: “El arte de la guerra”. No dejaba de pensar en la incongruencia de esto, que rompía con todos los valores y significados históricos del concepto mismo. Ni siquiera la finalidad del arte por el arte mismo que como base daba permiso a la destrucción de todas las reglas, se igualaba a la monstruosidad del título “el arte de la guerra”. Me preguntaba, además, que había en el interior del alma de un artista que retrataba de modo semejante a su mujer, cuál era el color del cristal distorsionado a través del que miraba a sus semejantes.
Estaba anticipándome a la imagen de la muerte, al hondo dolor de la desaparición perpetua, al posible vacío del no—ser cuando ella no estuviera conmigo. Cerré el catálogo de golpe con una sensación espantosa de asco y terror. Any se había marchado con una sonrisa, saltando como un cabrito, despreocupada como siempre...
¿O había fingido?
No podía alejar la idea de lo efímero, de que Any pudiera convertirse pronto en algo parecido a las imágenes del libro, carne corrompida, luego huesos carcomidos, y más allá... ¿Más allá nada? ¿Y luego qué? Ella pronosticaba su muerte desde los tiempos en que parecía un muchachito flaco de pelos hirsutos y enredados color tuco, y sólo su rostro bellísimo de absoluta feminidad y delicadeza delataba su sexo.
“El día que cumpla treinta años voy a morir”
"Lo sé desde que cumplí quince años"
Cuando lo dijo por primera vez pensé que era una frase caprichosa, como un perentorio y disimulado pedido de atención y afecto, una inocente manipulación, algo que en realidad quería decir: “Necesito que me cuides, queda poco tiempo”. Y aunque a los quince años pensar en la treintena era apenas el vislumbre de un horizonte lejanísimo, el doble exacto de toda su vida, había en ella como una toma de conciencia clara del rápido transcurrir del tiempo. Por unos segundos me alarmaba y llenaba de angustia esa seguridad suya, hasta que lograba espantar la idea. Ella era sólo una muchacha extraña, charlatana y divertida por momentos, honda y silenciosa en sus reflexiones otras, un acertijo que muchas veces intenté descifrar. Pero cada tanto repetía lo mismo y de nada valían los retos, angustias y enojos, hasta que aquello tomó el cariz de la premonición, con un grado de casi certeza que se espera como la idea del Apocalipsis para algunos fanáticos religiosos. El mismo misterio que rodeaba a Any, la historia de su vida antes de aparecer en la mía que nunca intenté forzar a que contara, la particularidad que hacía de su persona algo tierno y querible como un cachorro perdido encontrado en la calle, sus palabras asombrosas y de una rara sabiduría, todo llevaba a creer que era verdad lo anunciado con tanta anticipación.
… Doy vuelta la página y veo caras como de niños avejentados, una pegada a la otra, con gestos torturados, las bocas a punto del llanto o del grito aterrado, sus cabezas peladas, frentes abombadas y enormes, y en un estado previo a la putrefacción total. Luego hay un “paisaje interior” de vísceras y tripas rojas con cruces y figuritas negras recortadas, clavadas aquí y allá, paisaje mórbido y sangrante diluyéndose en un horizonte desigual. Más adelante, dos brazos sin cuerpo y sin cabeza atados al símbolo de la paz del que cuelga un recipiente para suero, con manchas de pintura roja chorreando hacia abajo: La paz desangrándose en terapia intensiva.
Cuando en otra página veo el bello rostro de LI con sus ojos inmensos drogados ya de vacío infinito, blanquecinos como cristales algo empañados y lechosos, rodeada de hierros oxidados, caños y mangueras que se introducen en su cuello cortado y en su cabeza, esqueletos y rostros monstruosos semi—escondidos en la oscuridad del fondo, no puedo dejar de pensar en la humillación de la muerte. Imagino a LI echando un vistazo a su propia cara de papel madera y acrílico aerografiado, mancillada por primera vez de este modo brutal, la piel sin luz vital transparentando venas azules, coronada de cuernos enormes, de cráneos lustrosos y entrelazados con serpientes. Imagino su pensamiento: ¿Así me verá el monstruo que por las noches dice amarme?
Luego LI se suicidó.
Y pensé que no era para menos.
¿El arte era para construir o destruir? Recordé el título de un libro: “El arte de la guerra”. No dejaba de pensar en la incongruencia de esto, que rompía con todos los valores y significados históricos del concepto mismo. Ni siquiera la finalidad del arte por el arte mismo que como base daba permiso a la destrucción de todas las reglas, se igualaba a la monstruosidad del título “el arte de la guerra”. Me preguntaba, además, que había en el interior del alma de un artista que retrataba de modo semejante a su mujer, cuál era el color del cristal distorsionado a través del que miraba a sus semejantes.
Estaba anticipándome a la imagen de la muerte, al hondo dolor de la desaparición perpetua, al posible vacío del no—ser cuando ella no estuviera conmigo. Cerré el catálogo de golpe con una sensación espantosa de asco y terror. Any se había marchado con una sonrisa, saltando como un cabrito, despreocupada como siempre...
¿O había fingido?
No podía alejar la idea de lo efímero, de que Any pudiera convertirse pronto en algo parecido a las imágenes del libro, carne corrompida, luego huesos carcomidos, y más allá... ¿Más allá nada? ¿Y luego qué? Ella pronosticaba su muerte desde los tiempos en que parecía un muchachito flaco de pelos hirsutos y enredados color tuco, y sólo su rostro bellísimo de absoluta feminidad y delicadeza delataba su sexo.
“El día que cumpla treinta años voy a morir”
"Lo sé desde que cumplí quince años"
Cuando lo dijo por primera vez pensé que era una frase caprichosa, como un perentorio y disimulado pedido de atención y afecto, una inocente manipulación, algo que en realidad quería decir: “Necesito que me cuides, queda poco tiempo”. Y aunque a los quince años pensar en la treintena era apenas el vislumbre de un horizonte lejanísimo, el doble exacto de toda su vida, había en ella como una toma de conciencia clara del rápido transcurrir del tiempo. Por unos segundos me alarmaba y llenaba de angustia esa seguridad suya, hasta que lograba espantar la idea. Ella era sólo una muchacha extraña, charlatana y divertida por momentos, honda y silenciosa en sus reflexiones otras, un acertijo que muchas veces intenté descifrar. Pero cada tanto repetía lo mismo y de nada valían los retos, angustias y enojos, hasta que aquello tomó el cariz de la premonición, con un grado de casi certeza que se espera como la idea del Apocalipsis para algunos fanáticos religiosos. El mismo misterio que rodeaba a Any, la historia de su vida antes de aparecer en la mía que nunca intenté forzar a que contara, la particularidad que hacía de su persona algo tierno y querible como un cachorro perdido encontrado en la calle, sus palabras asombrosas y de una rara sabiduría, todo llevaba a creer que era verdad lo anunciado con tanta anticipación.
…De pronto todo me pareció un mal sueño. Aparte de mi madre, el ser que más había admirado en mi vida hablaba de morirse por una estupidez y tal vez por algo que nunca ocurriría, con un argumento absurdo que ni él mismo podía apoyar con buen criterio.
Un niño se arrimó a la mesa y nos pidió unas monedas. Tenía la carita sucia y un hondo cansancio en la mirada, como si hubiera vivido ya muchos años, aunque no tendría más de siete. Pensé que la miseria más allá de los brazos y piernas flacas y los vientres hinchados deja también marcas invisibles pero que los ojos deschavan, y las sonrisas tristes, y los gestos agobiados. El mozo, que andaba cerca, se arrimó para decirle que no nos molestara. Mi hermano se enojó con él, pero el tipo se excusó argumentando que eran órdenes del patrón.
—Andá tranquilo. —ordenó el Yelo— Y si tu patrón te dice algo mandalo a hablar conmigo.
“La gran puta que lo parió”, completó mi hermano furioso, cuando el mozo se alejó, en tanto el gurisito lo observaba lleno de miedo. El negro le entregó un billete de doscientos pesos, y al gurisito casi le da un infarto, no sólo porque era un billete de los grandes, sino también porque de pronto lo reconoció y abrió su boca grande y admirada.
“Si te quedas a comer con nosotros, también te regalo un cassete”, le dijo el Yelo. El morenito no salía de su perplejidad y quedó titubeando.
—No sea bobo botijita, venga para acá. —lo alentó cuando el niño lanzó una mirada tímida hacia el mostrador, desde donde el dueño nos observaba con cara de pocos amigos— Si a ese viejo puto se le ocurre venir y decirte algo, le estropeamos la cara a guantazos entre los dos. ¿Te va?
El gurisito asintió con la cabeza y una sonrisa enorme.
Mi hermano hizo señas al mozo para que trajera otro plato, cubiertos y una gaseosa, y más asado con papas fritas. Agarró al gurisito de un brazo y lo sentó sobre una de sus piernas. Fue milagroso el cambio en la mirada del niño, y hasta en mi hermano. De pronto dejó de ser el famoso Yelo Acosta para ser un papá payaso. Le hizo cosquillas, frunció la cara para hacerlo reír, y aquello me reconcilió con la imagen de mi hermano de siempre. Luego del bolsillo de su campera apareció mágicamente una copia del último cassete grabado por el grupo y se lo entregó, haciéndole prometer que no deschavara nada. A su vez él le prometió que antes del próximo recital vendría a buscarlo para que tocara el tamboril a su lado. Yo no dudaba que el Yelo lo haría.
—Así que andá ensayando desde ahora algún tema que te guste —le dijo.
La imagen quedó grabada y me dije que pintaría a mi hermano de aquél modo, un gigante negro, loco y bueno rodeado de niños. Pero a la vez me entristecía que ese tipo tan lleno de vitalidad y generosidad hubiera hablado poco rato antes de la muerte como si fuera un desquiciado cualquiera. No era la primera vez que en el Yelo veía estos gestos. Eran parte de su personalidad, y él sentía una gran emoción si podía aportarle a alguien aunque fuera unos minutos de felicidad. No menguaba el ritmo y la intensidad de las injusticias de una sociedad macabra y ocultista como la nuestra; pero desde un lugar pequeño, un gesto simple, una sonrisa como la que una tarde años atrás me habían regalado, tal vez podía modificar en algo la vida de alguien.
—¿Ves gringo? —dijo mi hermano al rato, cuando el gurisito se fue— ¿Como voy a vivir si un día me faltan estas cosas?
—Las tenes “ahora” maricón, ¿te parece poco?
Un niño se arrimó a la mesa y nos pidió unas monedas. Tenía la carita sucia y un hondo cansancio en la mirada, como si hubiera vivido ya muchos años, aunque no tendría más de siete. Pensé que la miseria más allá de los brazos y piernas flacas y los vientres hinchados deja también marcas invisibles pero que los ojos deschavan, y las sonrisas tristes, y los gestos agobiados. El mozo, que andaba cerca, se arrimó para decirle que no nos molestara. Mi hermano se enojó con él, pero el tipo se excusó argumentando que eran órdenes del patrón.
—Andá tranquilo. —ordenó el Yelo— Y si tu patrón te dice algo mandalo a hablar conmigo.
“La gran puta que lo parió”, completó mi hermano furioso, cuando el mozo se alejó, en tanto el gurisito lo observaba lleno de miedo. El negro le entregó un billete de doscientos pesos, y al gurisito casi le da un infarto, no sólo porque era un billete de los grandes, sino también porque de pronto lo reconoció y abrió su boca grande y admirada.
“Si te quedas a comer con nosotros, también te regalo un cassete”, le dijo el Yelo. El morenito no salía de su perplejidad y quedó titubeando.
—No sea bobo botijita, venga para acá. —lo alentó cuando el niño lanzó una mirada tímida hacia el mostrador, desde donde el dueño nos observaba con cara de pocos amigos— Si a ese viejo puto se le ocurre venir y decirte algo, le estropeamos la cara a guantazos entre los dos. ¿Te va?
El gurisito asintió con la cabeza y una sonrisa enorme.
Mi hermano hizo señas al mozo para que trajera otro plato, cubiertos y una gaseosa, y más asado con papas fritas. Agarró al gurisito de un brazo y lo sentó sobre una de sus piernas. Fue milagroso el cambio en la mirada del niño, y hasta en mi hermano. De pronto dejó de ser el famoso Yelo Acosta para ser un papá payaso. Le hizo cosquillas, frunció la cara para hacerlo reír, y aquello me reconcilió con la imagen de mi hermano de siempre. Luego del bolsillo de su campera apareció mágicamente una copia del último cassete grabado por el grupo y se lo entregó, haciéndole prometer que no deschavara nada. A su vez él le prometió que antes del próximo recital vendría a buscarlo para que tocara el tamboril a su lado. Yo no dudaba que el Yelo lo haría.
—Así que andá ensayando desde ahora algún tema que te guste —le dijo.
La imagen quedó grabada y me dije que pintaría a mi hermano de aquél modo, un gigante negro, loco y bueno rodeado de niños. Pero a la vez me entristecía que ese tipo tan lleno de vitalidad y generosidad hubiera hablado poco rato antes de la muerte como si fuera un desquiciado cualquiera. No era la primera vez que en el Yelo veía estos gestos. Eran parte de su personalidad, y él sentía una gran emoción si podía aportarle a alguien aunque fuera unos minutos de felicidad. No menguaba el ritmo y la intensidad de las injusticias de una sociedad macabra y ocultista como la nuestra; pero desde un lugar pequeño, un gesto simple, una sonrisa como la que una tarde años atrás me habían regalado, tal vez podía modificar en algo la vida de alguien.
—¿Ves gringo? —dijo mi hermano al rato, cuando el gurisito se fue— ¿Como voy a vivir si un día me faltan estas cosas?
—Las tenes “ahora” maricón, ¿te parece poco?
Suscribirse a:
Entradas (Atom)