Ella decide encerrarse en una burbuja de misterio, donde el pasado no existe o le ha puesto un velo de rotunda negación. Any es nada más que Any, sin otro nombre ni apellido, una adolescente con alma antigua, con una rara cultura y sabiduría que se traduce en actos simples y prácticos. Hasta allí es todo lo que ella puede dar cuando, flaca y carisucia aparece “de la nada” en un galpón abandonado que Lazlo ha heredado, lugar que él decide transformar en hogar y taller donde poder vivir y dedicarse a pleno a su pasión que es la pintura..
También desarraigado de familia de sangre, (en un accidente automovilístico mueren sus padres cuando es un bebé de pocos meses) Lazlo transita sus 30 años y recién allí decide romper el cordón con Nahir, su madre adoptiva. Y es en ese galpón gigantesco repleto de telarañas y algunos maniquíes descoloridos pero de algún modo “vivos” donde se produce el encuentro que el destino tenía preparado para ambos.
A los 15 años es cuando Any comienza a obsesionarse con su propia muerte..
También desarraigado de familia de sangre, (en un accidente automovilístico mueren sus padres cuando es un bebé de pocos meses) Lazlo transita sus 30 años y recién allí decide romper el cordón con Nahir, su madre adoptiva. Y es en ese galpón gigantesco repleto de telarañas y algunos maniquíes descoloridos pero de algún modo “vivos” donde se produce el encuentro que el destino tenía preparado para ambos.
A los 15 años es cuando Any comienza a obsesionarse con su propia muerte..
FRAGMENTO
… Doy vuelta la página y veo caras como de niños avejentados, una pegada a la otra, con gestos torturados, las bocas a punto del llanto o del grito aterrado, sus cabezas peladas, frentes abombadas y enormes, y en un estado previo a la putrefacción total. Luego hay un “paisaje interior” de vísceras y tripas rojas con cruces y figuritas negras recortadas, clavadas aquí y allá, paisaje mórbido y sangrante diluyéndose en un horizonte desigual. Más adelante, dos brazos sin cuerpo y sin cabeza atados al símbolo de la paz del que cuelga un recipiente para suero, con manchas de pintura roja chorreando hacia abajo: La paz desangrándose en terapia intensiva.
Cuando en otra página veo el bello rostro de LI con sus ojos inmensos drogados ya de vacío infinito, blanquecinos como cristales algo empañados y lechosos, rodeada de hierros oxidados, caños y mangueras que se introducen en su cuello cortado y en su cabeza, esqueletos y rostros monstruosos semi—escondidos en la oscuridad del fondo, no puedo dejar de pensar en la humillación de la muerte. Imagino a LI echando un vistazo a su propia cara de papel madera y acrílico aerografiado, mancillada por primera vez de este modo brutal, la piel sin luz vital transparentando venas azules, coronada de cuernos enormes, de cráneos lustrosos y entrelazados con serpientes. Imagino su pensamiento: ¿Así me verá el monstruo que por las noches dice amarme?
Luego LI se suicidó.
Y pensé que no era para menos.
¿El arte era para construir o destruir? Recordé el título de un libro: “El arte de la guerra”. No dejaba de pensar en la incongruencia de esto, que rompía con todos los valores y significados históricos del concepto mismo. Ni siquiera la finalidad del arte por el arte mismo que como base daba permiso a la destrucción de todas las reglas, se igualaba a la monstruosidad del título “el arte de la guerra”. Me preguntaba, además, que había en el interior del alma de un artista que retrataba de modo semejante a su mujer, cuál era el color del cristal distorsionado a través del que miraba a sus semejantes.
Estaba anticipándome a la imagen de la muerte, al hondo dolor de la desaparición perpetua, al posible vacío del no—ser cuando ella no estuviera conmigo. Cerré el catálogo de golpe con una sensación espantosa de asco y terror. Any se había marchado con una sonrisa, saltando como un cabrito, despreocupada como siempre...
¿O había fingido?
No podía alejar la idea de lo efímero, de que Any pudiera convertirse pronto en algo parecido a las imágenes del libro, carne corrompida, luego huesos carcomidos, y más allá... ¿Más allá nada? ¿Y luego qué? Ella pronosticaba su muerte desde los tiempos en que parecía un muchachito flaco de pelos hirsutos y enredados color tuco, y sólo su rostro bellísimo de absoluta feminidad y delicadeza delataba su sexo.
“El día que cumpla treinta años voy a morir”
"Lo sé desde que cumplí quince años"
Cuando lo dijo por primera vez pensé que era una frase caprichosa, como un perentorio y disimulado pedido de atención y afecto, una inocente manipulación, algo que en realidad quería decir: “Necesito que me cuides, queda poco tiempo”. Y aunque a los quince años pensar en la treintena era apenas el vislumbre de un horizonte lejanísimo, el doble exacto de toda su vida, había en ella como una toma de conciencia clara del rápido transcurrir del tiempo. Por unos segundos me alarmaba y llenaba de angustia esa seguridad suya, hasta que lograba espantar la idea. Ella era sólo una muchacha extraña, charlatana y divertida por momentos, honda y silenciosa en sus reflexiones otras, un acertijo que muchas veces intenté descifrar. Pero cada tanto repetía lo mismo y de nada valían los retos, angustias y enojos, hasta que aquello tomó el cariz de la premonición, con un grado de casi certeza que se espera como la idea del Apocalipsis para algunos fanáticos religiosos. El mismo misterio que rodeaba a Any, la historia de su vida antes de aparecer en la mía que nunca intenté forzar a que contara, la particularidad que hacía de su persona algo tierno y querible como un cachorro perdido encontrado en la calle, sus palabras asombrosas y de una rara sabiduría, todo llevaba a creer que era verdad lo anunciado con tanta anticipación.
… Doy vuelta la página y veo caras como de niños avejentados, una pegada a la otra, con gestos torturados, las bocas a punto del llanto o del grito aterrado, sus cabezas peladas, frentes abombadas y enormes, y en un estado previo a la putrefacción total. Luego hay un “paisaje interior” de vísceras y tripas rojas con cruces y figuritas negras recortadas, clavadas aquí y allá, paisaje mórbido y sangrante diluyéndose en un horizonte desigual. Más adelante, dos brazos sin cuerpo y sin cabeza atados al símbolo de la paz del que cuelga un recipiente para suero, con manchas de pintura roja chorreando hacia abajo: La paz desangrándose en terapia intensiva.
Cuando en otra página veo el bello rostro de LI con sus ojos inmensos drogados ya de vacío infinito, blanquecinos como cristales algo empañados y lechosos, rodeada de hierros oxidados, caños y mangueras que se introducen en su cuello cortado y en su cabeza, esqueletos y rostros monstruosos semi—escondidos en la oscuridad del fondo, no puedo dejar de pensar en la humillación de la muerte. Imagino a LI echando un vistazo a su propia cara de papel madera y acrílico aerografiado, mancillada por primera vez de este modo brutal, la piel sin luz vital transparentando venas azules, coronada de cuernos enormes, de cráneos lustrosos y entrelazados con serpientes. Imagino su pensamiento: ¿Así me verá el monstruo que por las noches dice amarme?
Luego LI se suicidó.
Y pensé que no era para menos.
¿El arte era para construir o destruir? Recordé el título de un libro: “El arte de la guerra”. No dejaba de pensar en la incongruencia de esto, que rompía con todos los valores y significados históricos del concepto mismo. Ni siquiera la finalidad del arte por el arte mismo que como base daba permiso a la destrucción de todas las reglas, se igualaba a la monstruosidad del título “el arte de la guerra”. Me preguntaba, además, que había en el interior del alma de un artista que retrataba de modo semejante a su mujer, cuál era el color del cristal distorsionado a través del que miraba a sus semejantes.
Estaba anticipándome a la imagen de la muerte, al hondo dolor de la desaparición perpetua, al posible vacío del no—ser cuando ella no estuviera conmigo. Cerré el catálogo de golpe con una sensación espantosa de asco y terror. Any se había marchado con una sonrisa, saltando como un cabrito, despreocupada como siempre...
¿O había fingido?
No podía alejar la idea de lo efímero, de que Any pudiera convertirse pronto en algo parecido a las imágenes del libro, carne corrompida, luego huesos carcomidos, y más allá... ¿Más allá nada? ¿Y luego qué? Ella pronosticaba su muerte desde los tiempos en que parecía un muchachito flaco de pelos hirsutos y enredados color tuco, y sólo su rostro bellísimo de absoluta feminidad y delicadeza delataba su sexo.
“El día que cumpla treinta años voy a morir”
"Lo sé desde que cumplí quince años"
Cuando lo dijo por primera vez pensé que era una frase caprichosa, como un perentorio y disimulado pedido de atención y afecto, una inocente manipulación, algo que en realidad quería decir: “Necesito que me cuides, queda poco tiempo”. Y aunque a los quince años pensar en la treintena era apenas el vislumbre de un horizonte lejanísimo, el doble exacto de toda su vida, había en ella como una toma de conciencia clara del rápido transcurrir del tiempo. Por unos segundos me alarmaba y llenaba de angustia esa seguridad suya, hasta que lograba espantar la idea. Ella era sólo una muchacha extraña, charlatana y divertida por momentos, honda y silenciosa en sus reflexiones otras, un acertijo que muchas veces intenté descifrar. Pero cada tanto repetía lo mismo y de nada valían los retos, angustias y enojos, hasta que aquello tomó el cariz de la premonición, con un grado de casi certeza que se espera como la idea del Apocalipsis para algunos fanáticos religiosos. El mismo misterio que rodeaba a Any, la historia de su vida antes de aparecer en la mía que nunca intenté forzar a que contara, la particularidad que hacía de su persona algo tierno y querible como un cachorro perdido encontrado en la calle, sus palabras asombrosas y de una rara sabiduría, todo llevaba a creer que era verdad lo anunciado con tanta anticipación.
…De pronto todo me pareció un mal sueño. Aparte de mi madre, el ser que más había admirado en mi vida hablaba de morirse por una estupidez y tal vez por algo que nunca ocurriría, con un argumento absurdo que ni él mismo podía apoyar con buen criterio.
Un niño se arrimó a la mesa y nos pidió unas monedas. Tenía la carita sucia y un hondo cansancio en la mirada, como si hubiera vivido ya muchos años, aunque no tendría más de siete. Pensé que la miseria más allá de los brazos y piernas flacas y los vientres hinchados deja también marcas invisibles pero que los ojos deschavan, y las sonrisas tristes, y los gestos agobiados. El mozo, que andaba cerca, se arrimó para decirle que no nos molestara. Mi hermano se enojó con él, pero el tipo se excusó argumentando que eran órdenes del patrón.
—Andá tranquilo. —ordenó el Yelo— Y si tu patrón te dice algo mandalo a hablar conmigo.
“La gran puta que lo parió”, completó mi hermano furioso, cuando el mozo se alejó, en tanto el gurisito lo observaba lleno de miedo. El negro le entregó un billete de doscientos pesos, y al gurisito casi le da un infarto, no sólo porque era un billete de los grandes, sino también porque de pronto lo reconoció y abrió su boca grande y admirada.
“Si te quedas a comer con nosotros, también te regalo un cassete”, le dijo el Yelo. El morenito no salía de su perplejidad y quedó titubeando.
—No sea bobo botijita, venga para acá. —lo alentó cuando el niño lanzó una mirada tímida hacia el mostrador, desde donde el dueño nos observaba con cara de pocos amigos— Si a ese viejo puto se le ocurre venir y decirte algo, le estropeamos la cara a guantazos entre los dos. ¿Te va?
El gurisito asintió con la cabeza y una sonrisa enorme.
Mi hermano hizo señas al mozo para que trajera otro plato, cubiertos y una gaseosa, y más asado con papas fritas. Agarró al gurisito de un brazo y lo sentó sobre una de sus piernas. Fue milagroso el cambio en la mirada del niño, y hasta en mi hermano. De pronto dejó de ser el famoso Yelo Acosta para ser un papá payaso. Le hizo cosquillas, frunció la cara para hacerlo reír, y aquello me reconcilió con la imagen de mi hermano de siempre. Luego del bolsillo de su campera apareció mágicamente una copia del último cassete grabado por el grupo y se lo entregó, haciéndole prometer que no deschavara nada. A su vez él le prometió que antes del próximo recital vendría a buscarlo para que tocara el tamboril a su lado. Yo no dudaba que el Yelo lo haría.
—Así que andá ensayando desde ahora algún tema que te guste —le dijo.
La imagen quedó grabada y me dije que pintaría a mi hermano de aquél modo, un gigante negro, loco y bueno rodeado de niños. Pero a la vez me entristecía que ese tipo tan lleno de vitalidad y generosidad hubiera hablado poco rato antes de la muerte como si fuera un desquiciado cualquiera. No era la primera vez que en el Yelo veía estos gestos. Eran parte de su personalidad, y él sentía una gran emoción si podía aportarle a alguien aunque fuera unos minutos de felicidad. No menguaba el ritmo y la intensidad de las injusticias de una sociedad macabra y ocultista como la nuestra; pero desde un lugar pequeño, un gesto simple, una sonrisa como la que una tarde años atrás me habían regalado, tal vez podía modificar en algo la vida de alguien.
—¿Ves gringo? —dijo mi hermano al rato, cuando el gurisito se fue— ¿Como voy a vivir si un día me faltan estas cosas?
—Las tenes “ahora” maricón, ¿te parece poco?
Un niño se arrimó a la mesa y nos pidió unas monedas. Tenía la carita sucia y un hondo cansancio en la mirada, como si hubiera vivido ya muchos años, aunque no tendría más de siete. Pensé que la miseria más allá de los brazos y piernas flacas y los vientres hinchados deja también marcas invisibles pero que los ojos deschavan, y las sonrisas tristes, y los gestos agobiados. El mozo, que andaba cerca, se arrimó para decirle que no nos molestara. Mi hermano se enojó con él, pero el tipo se excusó argumentando que eran órdenes del patrón.
—Andá tranquilo. —ordenó el Yelo— Y si tu patrón te dice algo mandalo a hablar conmigo.
“La gran puta que lo parió”, completó mi hermano furioso, cuando el mozo se alejó, en tanto el gurisito lo observaba lleno de miedo. El negro le entregó un billete de doscientos pesos, y al gurisito casi le da un infarto, no sólo porque era un billete de los grandes, sino también porque de pronto lo reconoció y abrió su boca grande y admirada.
“Si te quedas a comer con nosotros, también te regalo un cassete”, le dijo el Yelo. El morenito no salía de su perplejidad y quedó titubeando.
—No sea bobo botijita, venga para acá. —lo alentó cuando el niño lanzó una mirada tímida hacia el mostrador, desde donde el dueño nos observaba con cara de pocos amigos— Si a ese viejo puto se le ocurre venir y decirte algo, le estropeamos la cara a guantazos entre los dos. ¿Te va?
El gurisito asintió con la cabeza y una sonrisa enorme.
Mi hermano hizo señas al mozo para que trajera otro plato, cubiertos y una gaseosa, y más asado con papas fritas. Agarró al gurisito de un brazo y lo sentó sobre una de sus piernas. Fue milagroso el cambio en la mirada del niño, y hasta en mi hermano. De pronto dejó de ser el famoso Yelo Acosta para ser un papá payaso. Le hizo cosquillas, frunció la cara para hacerlo reír, y aquello me reconcilió con la imagen de mi hermano de siempre. Luego del bolsillo de su campera apareció mágicamente una copia del último cassete grabado por el grupo y se lo entregó, haciéndole prometer que no deschavara nada. A su vez él le prometió que antes del próximo recital vendría a buscarlo para que tocara el tamboril a su lado. Yo no dudaba que el Yelo lo haría.
—Así que andá ensayando desde ahora algún tema que te guste —le dijo.
La imagen quedó grabada y me dije que pintaría a mi hermano de aquél modo, un gigante negro, loco y bueno rodeado de niños. Pero a la vez me entristecía que ese tipo tan lleno de vitalidad y generosidad hubiera hablado poco rato antes de la muerte como si fuera un desquiciado cualquiera. No era la primera vez que en el Yelo veía estos gestos. Eran parte de su personalidad, y él sentía una gran emoción si podía aportarle a alguien aunque fuera unos minutos de felicidad. No menguaba el ritmo y la intensidad de las injusticias de una sociedad macabra y ocultista como la nuestra; pero desde un lugar pequeño, un gesto simple, una sonrisa como la que una tarde años atrás me habían regalado, tal vez podía modificar en algo la vida de alguien.
—¿Ves gringo? —dijo mi hermano al rato, cuando el gurisito se fue— ¿Como voy a vivir si un día me faltan estas cosas?
—Las tenes “ahora” maricón, ¿te parece poco?
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