Otras sospechas recaen sobre el ex presidente de Quidquid, quien luego de perder la última elección general, se ha exiliado en el país vecino Kaín. Ya decrepito y enfermo de mitomanía, el ex monarca elucubra su vuelta al poder, y para ello cuenta con la colaboración de su mayordomo, un ex catedrático de la universidad de derecho Praviana, ex periodista además, quién será el encargado de viajar a Quidquid de incógnito y así reclutar a la gente idónea para derrocar al gobierno actual.
Disfrazado de hippie, (pues como periodista es un hombre reconocido en todo el país) Mariano Gandolfo recorre Pravis en busca de sus hombres. Se suceden así una serie de encuentros insólitos, donde la improvisación y la chapucería son la marca definitoria de su cometido.
Mientras tanto, el ex monarca aguarda las novedades de su hombre clave, casi siempre sentado en el trono, símil sillón presidencial, observando videos de su joven esposa, pues en contadísimas ocasiones puede verla personalmente y sólo por unos pocos minutos. Por esos días también recibe la noticia de que ella va a concebir nuevamente un hijo suyo…
Y surge en su interior la pregunta fatal: ¿Cómo pudo haber sucedido si ellos nunca…?
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Fragmento:
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En su alcoba, Alicec Barlocco de Memez estaba terminado de vestirse cuando recibió un llamado por teléfono. El corazón comenzó a palpitarle al escuchar la voz de su entrenador personal. A pesar de sus desprecios periódicos, amaba y deseaba a ese patán que no sólo se encargaba de mantener su dieta alimenticia y su figura en buenas condiciones, sino también de hacerla sentir llena de vitalidad sexual. Pero no escuchó las palabras de reconciliación que esperaba, ni disculpas, ni los acostumbrados chistes criollos, (propios de los Quidquidinos) ni los trocitos de poema del Bacalao, (Pablo Neruda) (Sugerencia: leer Diatribas Antinerudianas) que fueron los detalles que la conquistaron desde el momento en que se conocieran. No. El tipo le anunció que se quedaría a vivir unos meses en Italia, e iba a contraer matrimonio en quince días con una de las modelos preferidas de Alberto Morgano. Ella, por supuesto, estaba invitada a la fiesta de boda junto con su esposo, el ex presidente de Quidquid, y le dijo que esperaba contar con la presencia ilustre de ambos.
Alicec sufrió un pequeño y sonoro ataque de histeria, (parecido a los que padecen las protagonistas de las telenovelas venezolanas) hizo trizas el teléfono contra el piso, lanzó unos alaridos de Cricetomis gambianus herida de muerte, (recurrir al diccionario, por favor) despidió por sus ojos unas cuántas lágrimas, (algo así como tres decenas) pataleó y se revolcó sobre la cama, (iba a arañarse el rostro pero desistió) maldijo en idioma de cabaret de los barrios bajos, (aunque dudó unos segundos si aplicaba en su punto justo los sustantivos y adjetivos) y juró vengarse también de él. ¿Acaso todos iban a usarla y luego arrojarla al sumidero como si fuera carne podrida? Ya le había ocurrido con el escritor brasileño, y no era justo que nuevamente esos cerdos machistas se aprovecharan de ella como si fuera una prostituta sin sentimientos.
Padeció otro cataclismo intestinal cuando recordó la ocasión para la que se estaba vistiendo, y quiso desistir, mandar al diablo todo, subir a un avión y viajar hacia el fin del mundo, lejos de los viejos recalcitrantes, lejos de esos monigotes genuflexos que estaban atentos a sus mínimos caprichos. Pero debía conservar las formalidades. No quería que la servidumbre anduviera luego de chismes por allí, contando a las revistas los entretelones, buenos o malos, de su vida en común con Raúl Memez. Después de todo, ella era la ex futura primera dama, tal vez, ¿por que no? futura princesa de algún país del cuarto mundo, y debía comportarse de acuerdo a su rango social y público. Quizá, todavía quedaran esperanzas de no ser una ex futura primera dama. No le tenía demasiada fe al anciano, pero...
Sobre el césped del jardín la mesa ya estaba preparada, y los sirvientes aguardaban como soldaditos aplicados disfrazados de ángeles con sus uniformes blanquísimos, enguantadas las manos, prefabricados y ensayados hasta el cansancio los gestos de admirada sumisión y respeto místico.
Sentado a una de las cabeceras de la mesa, Raúl Memez calentaba su calva bajo el pálido sol, y también esperaba. Rememoró la ceremonia (mal llamada “rito del sapo”) que esa mañana había realizado en el sótano, y que era el más efectivo para lograr el amor de la persona deseada. Había que contar con un sapo adulto, y Raúl recordaba bien a ese batracio maldito, las dificultades a las que se hubo enfrentado para hacerlo orinar sobre un trapo cuadrado. Cuando por fin lo logró, puso sobre el paño una prenda íntima de Alicec, cuidando que estuviera bien en el centro, luego unió con un hilo de seda las dos cosas, y en medio del recinto les prendió fuego, nombrando a su amada siete veces y alabando sus atributos sexuales.
Para completar, antes de terminar de vestirse para el almuerzo, untó su nuca, las manos, las coyunturas y detrás de las rodillas, con una mezcla de aceites de chuparrosa y patchuli, mientras pensaba en el nombre de su amada.
PEQUEÑO APÉNDICE NECESARIO
(Aquí ruego se me perdone la momentánea interrupción y esa insistencia en cuestiones brujeriles, pero como cronista serio, mi deber es documentar cada detalle con total honestidad.
Raúl Memez conocía, además del descrito arriba, una serie de conjuros muy interesantes para lograr las atenciones de las damas deseadas, aunque al parecer le daban escasos resultados con su esposa. Estaba el hechizo llamado “de las uñas”, donde se debía obtener trocitos de uña de la persona amada, envolverlas en un trapo mojado con agua de rosas, y en un día viernes a medianoche enterrarlas al pie de un nogal, en un pozo de cincuenta centímetros de profundidad.
Otra ceremonia que se realizaba el viernes a las doce de la noche, era la de “la pata de gallina”. Esta consistía en atar con las hebras de un yuyo, precisamente de nombre pata de gallina, las prendas íntimas del hechizador y la futura hechizada. Luego se echaba humo de tabaco y aliento de alcohol sobre el paquete y se encendía una vela rosa acompañada con las palabras mágicas respectivas.
(Una más, pues me he entusiasmado)
Para el “hechizo de las plumas de ave”, había que violar un nido donde viviera una pareja, (macho y hembra, se entiende) y hurtar algunas plumas de ambos. Luego éstas se envuelven en una prenda íntima de la futura enamorada y se guardan dentro de un tarro con miel de abeja reina.
(Gracias por la paciencia)
El monarca miró su reloj.
Y después volvió a mirarlo.
Y al rato fingió ajustar la malla de oro (obviamente para mirar la hora nuevamente, al disimulo) pues los sirvientes lo estaban mirando a él y quizá se daban cuenta de su ansiedad.
Alicec llevaba tres horas de retraso, y pensó que acicalarse para ocasiones tan especiales requería de cierto esmero, y el esmero requería de cierto tiempo, aunque la belleza hiciera trizas a los relojes, como en el caso de su esposa, pues ella seguía siendo una niña enfurruñada a la que se le podía perdonar casi todo, inclusive que llegara a almorzar a la hora de la merienda. La marcha Memezista sonaba de fondo, (Raúl manifestaba que esa música era buena para la digestión y las glándulas suprarrenales) los acordes hacían temblar las hojas de los arbustos, alborotaba a los perros del vecino, (a juzgar por los ladridos frenéticos que llegaban desde el otro lado del muro) a los teros que no se acostumbraban a semejante estruendo y saltaban como locos, y a la gata siamés de Alicec. (que era tan perseverante como su ama en algunas cuestiones, pues andaba siempre al acecho del gran bocado con alas cortadas) Elsa, la mucama, mantenía a raya con la mirada y gestos mínimos a la corte de sirvientes cuando mostraban impaciencia o repulsa.
Para matar la ansiedad el ex presidente tarareaba su marcha y se apretaba la mano tembleque con disimulo, o miraba a los empleados con sonrisa llena de bondad y dientes perfectos. Dentro de poco tiempo otro pequeño rey andaría gateando por el jardín, luego correteando junto a Maximiliano, y más luego, instruyéndose, con su guía, en las cuestiones de política de estado. ¡No! Su mente corrigió: que los niños se criaran en este lugar, símil de palacio, significaba que él no estaría reinando en su tierra. Enfocó la imagen de las criaturas correteando por la Quinta Presidencial, nadando en la enorme pileta, estudiando bajo los árboles, cobijados por su mirada sabia. (ahora sí quedó conforme )
Hasta que, por fin, Alicec hizo su aparición, tranco sensual, cruzando las piernas largas una delante de la otra en cada paso, como si anduviera por la pasarela. Se la veía espléndida dentro de su vestido de chifón negro con escote atrevido, (el ojo avizor de Raúl Memez se percató de que no llevaba corpiño) e hizo un gesto de complacencia dirigido al grupo de sirvientes que inclinaron la cabeza con respeto. Ella se acercó al supremo, (quién sonrió como sólo pueden hacerlo los dioses, e infló el pecho sin que el saco y la camisa se dieran cuenta) y le dio un beso suave en la mejilla. Cuando su cara se separó unos milímetros de la de él, murmuró en su oído:
—¿Qué mierda quieres de mí, imbécil?
Alicec sufrió un pequeño y sonoro ataque de histeria, (parecido a los que padecen las protagonistas de las telenovelas venezolanas) hizo trizas el teléfono contra el piso, lanzó unos alaridos de Cricetomis gambianus herida de muerte, (recurrir al diccionario, por favor) despidió por sus ojos unas cuántas lágrimas, (algo así como tres decenas) pataleó y se revolcó sobre la cama, (iba a arañarse el rostro pero desistió) maldijo en idioma de cabaret de los barrios bajos, (aunque dudó unos segundos si aplicaba en su punto justo los sustantivos y adjetivos) y juró vengarse también de él. ¿Acaso todos iban a usarla y luego arrojarla al sumidero como si fuera carne podrida? Ya le había ocurrido con el escritor brasileño, y no era justo que nuevamente esos cerdos machistas se aprovecharan de ella como si fuera una prostituta sin sentimientos.
Padeció otro cataclismo intestinal cuando recordó la ocasión para la que se estaba vistiendo, y quiso desistir, mandar al diablo todo, subir a un avión y viajar hacia el fin del mundo, lejos de los viejos recalcitrantes, lejos de esos monigotes genuflexos que estaban atentos a sus mínimos caprichos. Pero debía conservar las formalidades. No quería que la servidumbre anduviera luego de chismes por allí, contando a las revistas los entretelones, buenos o malos, de su vida en común con Raúl Memez. Después de todo, ella era la ex futura primera dama, tal vez, ¿por que no? futura princesa de algún país del cuarto mundo, y debía comportarse de acuerdo a su rango social y público. Quizá, todavía quedaran esperanzas de no ser una ex futura primera dama. No le tenía demasiada fe al anciano, pero...
Sobre el césped del jardín la mesa ya estaba preparada, y los sirvientes aguardaban como soldaditos aplicados disfrazados de ángeles con sus uniformes blanquísimos, enguantadas las manos, prefabricados y ensayados hasta el cansancio los gestos de admirada sumisión y respeto místico.
Sentado a una de las cabeceras de la mesa, Raúl Memez calentaba su calva bajo el pálido sol, y también esperaba. Rememoró la ceremonia (mal llamada “rito del sapo”) que esa mañana había realizado en el sótano, y que era el más efectivo para lograr el amor de la persona deseada. Había que contar con un sapo adulto, y Raúl recordaba bien a ese batracio maldito, las dificultades a las que se hubo enfrentado para hacerlo orinar sobre un trapo cuadrado. Cuando por fin lo logró, puso sobre el paño una prenda íntima de Alicec, cuidando que estuviera bien en el centro, luego unió con un hilo de seda las dos cosas, y en medio del recinto les prendió fuego, nombrando a su amada siete veces y alabando sus atributos sexuales.
Para completar, antes de terminar de vestirse para el almuerzo, untó su nuca, las manos, las coyunturas y detrás de las rodillas, con una mezcla de aceites de chuparrosa y patchuli, mientras pensaba en el nombre de su amada.
PEQUEÑO APÉNDICE NECESARIO
(Aquí ruego se me perdone la momentánea interrupción y esa insistencia en cuestiones brujeriles, pero como cronista serio, mi deber es documentar cada detalle con total honestidad.
Raúl Memez conocía, además del descrito arriba, una serie de conjuros muy interesantes para lograr las atenciones de las damas deseadas, aunque al parecer le daban escasos resultados con su esposa. Estaba el hechizo llamado “de las uñas”, donde se debía obtener trocitos de uña de la persona amada, envolverlas en un trapo mojado con agua de rosas, y en un día viernes a medianoche enterrarlas al pie de un nogal, en un pozo de cincuenta centímetros de profundidad.
Otra ceremonia que se realizaba el viernes a las doce de la noche, era la de “la pata de gallina”. Esta consistía en atar con las hebras de un yuyo, precisamente de nombre pata de gallina, las prendas íntimas del hechizador y la futura hechizada. Luego se echaba humo de tabaco y aliento de alcohol sobre el paquete y se encendía una vela rosa acompañada con las palabras mágicas respectivas.
(Una más, pues me he entusiasmado)
Para el “hechizo de las plumas de ave”, había que violar un nido donde viviera una pareja, (macho y hembra, se entiende) y hurtar algunas plumas de ambos. Luego éstas se envuelven en una prenda íntima de la futura enamorada y se guardan dentro de un tarro con miel de abeja reina.
(Gracias por la paciencia)
El monarca miró su reloj.
Y después volvió a mirarlo.
Y al rato fingió ajustar la malla de oro (obviamente para mirar la hora nuevamente, al disimulo) pues los sirvientes lo estaban mirando a él y quizá se daban cuenta de su ansiedad.
Alicec llevaba tres horas de retraso, y pensó que acicalarse para ocasiones tan especiales requería de cierto esmero, y el esmero requería de cierto tiempo, aunque la belleza hiciera trizas a los relojes, como en el caso de su esposa, pues ella seguía siendo una niña enfurruñada a la que se le podía perdonar casi todo, inclusive que llegara a almorzar a la hora de la merienda. La marcha Memezista sonaba de fondo, (Raúl manifestaba que esa música era buena para la digestión y las glándulas suprarrenales) los acordes hacían temblar las hojas de los arbustos, alborotaba a los perros del vecino, (a juzgar por los ladridos frenéticos que llegaban desde el otro lado del muro) a los teros que no se acostumbraban a semejante estruendo y saltaban como locos, y a la gata siamés de Alicec. (que era tan perseverante como su ama en algunas cuestiones, pues andaba siempre al acecho del gran bocado con alas cortadas) Elsa, la mucama, mantenía a raya con la mirada y gestos mínimos a la corte de sirvientes cuando mostraban impaciencia o repulsa.
Para matar la ansiedad el ex presidente tarareaba su marcha y se apretaba la mano tembleque con disimulo, o miraba a los empleados con sonrisa llena de bondad y dientes perfectos. Dentro de poco tiempo otro pequeño rey andaría gateando por el jardín, luego correteando junto a Maximiliano, y más luego, instruyéndose, con su guía, en las cuestiones de política de estado. ¡No! Su mente corrigió: que los niños se criaran en este lugar, símil de palacio, significaba que él no estaría reinando en su tierra. Enfocó la imagen de las criaturas correteando por la Quinta Presidencial, nadando en la enorme pileta, estudiando bajo los árboles, cobijados por su mirada sabia. (ahora sí quedó conforme )
Hasta que, por fin, Alicec hizo su aparición, tranco sensual, cruzando las piernas largas una delante de la otra en cada paso, como si anduviera por la pasarela. Se la veía espléndida dentro de su vestido de chifón negro con escote atrevido, (el ojo avizor de Raúl Memez se percató de que no llevaba corpiño) e hizo un gesto de complacencia dirigido al grupo de sirvientes que inclinaron la cabeza con respeto. Ella se acercó al supremo, (quién sonrió como sólo pueden hacerlo los dioses, e infló el pecho sin que el saco y la camisa se dieran cuenta) y le dio un beso suave en la mejilla. Cuando su cara se separó unos milímetros de la de él, murmuró en su oído:
—¿Qué mierda quieres de mí, imbécil?
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Carlos Vico Lacosta
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