Encarcelado en una hermosa y antigua casa (la mansión de sus sueños bohemios) el protagonista se debate entre la locura, la violencia, un deseo compulsivo por el suicidio, y el humor cínico que lo lleva por dos andariveles contradictorios: de un lado va la autocrítica impiadosa y por momentos humorística, hasta casi rozar lo tragicómico; por el otro, la autocompasión que justifica cada error cometido, con sus hijos, con sus ex mujeres y amigos…
Un pasado repleto de conflictos lo lleva a cambiar de vida y se muda de Buenos Aires a Montevideo, tras una propuesta de trabajo dudosa, que al no concretarse lo pone en apremios imposibles de sortear.
La historia se desarrolla en dos tiempos diferentes: el presente donde su hija le pide escribir una novela en sociedad, y con todos los miedos, conflictos e inseguridades del escritor frustrado encara la tarea de guiar, de algún modo, en los primeros pasos hacia el afán literario de esa muchacha tan parecida a él.
Entre capítulos vuelve irremediablemente a ese pasado donde la mansión soñada era su cárcel, un ataúd gigantesco en el que decide evadirse de la realidad, primero con el intento de suicidio, luego adoptando la decisión de dejar de comer, de bañarse, y entra en estado de trance para volar de allí “transformado en otra cosa”
“Del otro lado del río” es una mirada irónica hacia la estupidez humana, una burla que hace de la nostalgia algo patético y risible, es un blues cantado por un cuarentón borracho al que le van pesando los años pero no se decide a renunciar “al muchacho rockero de pelo largo”
Es un corte de manga hacia los dogmas religiosos, una gambeta a la hipocresía…
FRAGMENTO
…los días siguientes me hundí en un letargo tortuguil y casi me convencí de haber encontrado la puerta mágica que conducía hacia la utopía realizable. Agotados mis ahorros, con una deuda en el alquiler de la casa, con el aviso del corte del servicio eléctrico, y sin trabajo, me tiré a esperar a que “el universo” trajera las soluciones servidas en una bandeja pintada con los siete colores del rayo del poder. Comenzaba a sentir la mutación. Las pulsaciones del zombi crecían sin prisa y con entusiasmo por las arterias en su marcha conquistadora, milímetro a milímetro. En esos días de paz me enamoré de Pedro el Escamoso, de Juana la Virgen, de Kachorra y su títere de media con voz de pito. En mis largas siestas viajé por un lugar místico, volando sobre un islote lleno de edificios de cristal, y la gente asomaba sus sonrisas por las ventanas sin rejas en saludo cordial. Algunas de esas cabezas lucían turbantes color violeta combinado con blanco, y vestiduras bordadas de hilos dorados. Aunque nunca pude aterrizar allí, me sentía miembro de aquella comunidad con dientes perfectos y ojos sabios. Bien. Mientras tanto aprendí desapasionadamente que el oscurantismo era una buena receta para subyugar a la masa, que no era preciso enojarse como yo con mi vecinita pajarona para agredir sin piedad. Quitándole amablemente las zapatillas a los niños para ir colegio, destruyendo la dignidad del trabajador a fuerza de despojarlo de sus pocas hilachas de vergüenza, negándole al periodismo que informara sobre los ladrones trajeados, amedrentándolos a pura censura, falseando con calidad los índices de pobreza, al fin uno era feliz bogando en la ignorancia, pues el palo caía pero uno no veía desde qué lugar. Y sabido es que ojos que no ven... Si uno se transformaba en zombi, adquiría el poder supremo de vivir de las energías cósmicas, durante la vigilia, en el paraíso de las moscas y las letrinas. La idea era fantástica y otorgaba una gran paz espiritual, lo que también a uno lo convertía en fanático practicante del mangueo, el deporte nacional por excelencia. Pensé que durante el período de mutación no debía mirarme en el espejo, ni comer ni bañarme, y sí masturbarme sin parar, pues en el tránsito que de gusano me convertiría en mariposa, tal vez mi cuerpo fuera una cosa amorfa y viscosa. Ver mi imagen quizá quitara atractivo al proceso o cortara la concentración de esa etapa de ceguera-contemplativa. Luego podría salir de allí volando, haciendo cabriolas en el aire, rebotando, rodando, reptando, ¿qué importaba? ¿Por qué entonces había querido suicidarme si todo era tan sencillo?
Pero alguien vino a quebrantar mi dicha.
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